Mario
Benedetti tenía ojos redondos, oscuros y sonreídos. Debajo de ellos sus
parpados inferiores, dos columpios para mecerlos. Los superiores, dos paraguas
para los días de lluvia.
Mario
Benedetti debe haber llorado en algún columpio mientras escribía alguno de sus
poemas.
Tenía un tobogán
para respirar y una alfombra blanca para no lastimarse después de esa bajada
pronunciada sobre sus labios. Mario Benedetti siempre me habló con su lápiz sobre
una hoja que iniciaba en blanco y terminaba convirtiendo mis manos en atril.
Mario
Benedetti va y viene. Yo lo leo diferente cada vez, como si al regresar nos comprendiéramos
de una manera diferente, como si entendiéramos que necesitábamos ese espacio
tanto como necesitábamos encontrarnos nuevamente. Cada vez.
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