martes, 28 de febrero de 2012

Una habitación a oscuras


Cualquiera podría pensar que se trata de un lugar bañado de algún misterio; sólo se trata de la que fue habitación de mis hermanos mayores, unos 40 o 45 años atrás.

En esa habitación convivían dos sencillas camas de un modelo, que me atrevería a decir, que lo hubo en casi todas casas de la Caracas de esos años 60 y 70, una peinadora también muy simple, con su espejo biselado y cortado perfectamente, y una pequeña ventana que daba al balcón de nuestras peripecias infantiles. Digo que habitaban estas dos camas, pues no tengo recuerdo de mis hermanos mayores durmiendo allí.

Éramos tres pequeños (somos aun en deliciosas ocasiones), golosos de aventuras en ese inmenso espacio que representaba el apartamento donde vivíamos en la urbanización La Paz, frente a lo que hoy es la estación del Metro que lleva ese mismo nombre y que nos lucía infinito.


Algunas tardes ya luego de regresar del colegio, almorzar las suculencias de Elvira o de la abuela Emma, terminadas las tareas, cansados de correr por el estacionamiento, trepar arboles, cazar hormigas, construir trenes, hablar con Julito el hijo pelirrojo de la conserje o de hacer carreras de relevo en la bici que compartíamos (un ratico cada uno), teníamos la feliz ocurrencia de encerrarnos en esa habitación y tapar todo resquicio de luz que pudiera dejar entrar siquiera un pequeño rayo, para quedar en total penumbra. Sábanas y fundas servían para lograr nuestro cometido, con el compromiso que hacíamos los tres de restaurar la habitación al exacto estado en que estaba justo antes de iniciar nuestro juego preferido.


Mamá también tenía felices ocurrencias y nos había regalado una superpelota, objeto incansable que solo se detenía al encontrarse con un colchón, un mueble que no lo dejara salir, alguna parte de nuestro cuerpecito con su respectivo grito de dolor y risas, y en los casos verdaderamente extremos un vidrio roto.


Nuestro juego consistía, como ya imaginarán, además de obtener la penumbra absoluta (que seguramente no lo era), en turnarnos la superpelota y lanzarla con energía contra alguna de las paredes del cuarto para que empezara su rebote interminable cada vez con mayor fuerza y velocidad. Procurábamos protegernos de aquella especie de bala saltarina que parecía seguir nuestras voces y risas, como si tuviera un radar. Finalmente por cualquier razón se detenía y a tientas la buscábamos hasta encontrarla para entregarla al lanzador de turno.


Días atrás, estando mamá presente, pregunté a JC si recordaba cuando entrabamos con la superpelota a la habitación oscura. El recuerdo vino de inmediato y reímos casi como en aquellas ocasiones. 


Mamá solo preguntaba ¿y su abuela Emma, dónde estaba cuando todo esto ocurría?

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