jueves, 30 de octubre de 2008

Anaranjado

Abre los ojos, sacude sus pestañas y se despereza cuando aun está un poco oscuro para despertarme; entra suavemente en mi cama, acaricia mi almohada y mis cabellos; dulcemente me muestra que vale la pena sacudir la vista y no perderme los naranjas de la mañana aun cuando la lluvia haga promesas tempranas.

Me anima con su calidez a levantarme y procurará radiante y paciente mi regreso. No me requiere durante todo el día, no me llama; presiento que otras le ocupan. No me es extraño compartirle e incluso llegar a casa y saber que no le encontraré; que no le sabré hasta que ante un nuevo amanecer, inexorablemente abra sus ojos, sacuda sus pestañas, se desperece y suavemente, cíclicamente, me invite a un nuevo día.

Ayer y ahora

Es increíble cómo nos marcan experiencias aparentemente insignificantes; cómo eventos actuales o situaciones especificas, asoman actitudes que se desprenden de esos días primeros cuando empezábamos a enfrentarnos con este mundo extraordinariamente feliz e infinito.

Recuerdo de pequeña, en el apartamento donde vivíamos en La Paz y luego en el de Vista Alegre, en la bella Caracas por supuesto, que mi madre nos decía a mis hermanos y a mi, que no se llamaba a la casa de los otras personas después de las nueve de la noche, ni se tocaba el timbre de la puerta de un vecino si no íbamos de visita o a llevarle alguna información (excepto por una taza de azúcar pensábamos); que no preguntáramos por comida cuando estuviéramos de visita en casa ajena (así nos decía), pero que si era imposible rechazar el ofrecimiento, nos teníamos que comer lo que estuviera en los platos y en muchas ocasiones esta ultima situación nos mostró mucho de lo que apreciamos de nuestra cocina nacional y de otras latitudes. Con otros asuntos culinarios no pudimos en aquella época. Por cierto, el timbre de los vecinos no sonaba después de hora, pues dormíamos; pero si hacíamos travesuras mas temprano tocándolo repetidas veces para de inmediato salir corriendo, con la ilusión de no ser descubiertos. Pero, y quién no hizo esto alguna vez?

A lo que verdaderamente quiero referirme es al “después de las nueve y el timbre del vecino”. Esto podía considerarse algo así como un pecado. Todavía hoy cuando escucho el timbre del teléfono después de esa hora, pero ahora en mi casa, recuerdo alguna mirada de mi madre como preguntando “bueno, y aquí no estaba claro que no hay llamadas después de las nueve?” o será una emergencia?.

Al momento de escribir estas líneas, ya el reloj pisa la 1:00 AM y hoy tenemos un aliño adicional que en aquella época no existía: INTERNET (por cierto a esta hora ya estaríamos dormidos; mañana tendríamos clases, yo en mi colegio de las monjas y mis hermanos en el colegio al cual yo decía que quería asistir; luego entendí que no era así). El tema es que Internet nos habría permitido las llamadas después de las nueve sin repique y tocar el timbre a cualquier hora, solo para ser descubiertos cuando los vecinos, quienes luego serian nuestros amigos, visitaran sus correos y descubrieran que allí estuvimos sin que ellos se dieran cuenta. La sorpresa muchas veces es que también hay otros trasnochados y la puerta, virtual esta vez, se abre de inmediato con un saludo de vuelta.

Quise visitarte esta noche, sin perturbar pero presente. Y este recuerdo vino a mi mente, como ayer y hoy y lo escribí primero en mi mente, camino a casa. Y toqué al timbre de tu puerta, solo que no me fui. En palabras y recuerdos me quedé y los dejé bajo la puerta para mañana, al despertar o para mas tarde. Feliz noche y feliz día, pero sobre todo feliz vida, que a final de cuentas es la misión. Un café y su aroma me acompañan a escribir.




El café debe ser negro como el infierno, fuerte como la muerte y dulce como el amor. Proverbio turco.